miércoles, 19 de junio de 2013

Mi caja de memorias

Creo que todo ha empezado esta mañana. He terminado, finalmente, de leer el libro de García Marquez que me había propuesto como meta del miércoles. "Memoria de mis putas tristes", ha sido sublime y me ha quebrado por dentro, a tal punto que siento que de alguna manera, estoy padeciendo de una hemorragia interna. Pero no, no es tiempo de que se empiecen a preocupar por mi de esa manera, es solo algo normal, a lo que los poetas de vereda apodaron: Nostalgia. La nostalgia puede notarse cuando sientes un hueco en el pecho que te genera una respiración lenta y dolorosa, dolorosa para el alma. La nostalgia llega cuando menos te lo esperas, igualito que la muerte y se queda cuanto quiere, a veces te instiga a tal punto que logra de ti todo lo que quiere: hacerte llorar y volver a vivir en la mente todo por cuanto has pasado a lo largo de tu vida. Y yo, no soy la excepción a esa hermosa regla. Pero me digo a mi misma que es parte de vivir, es parte de despertar y quizás, es una regla presente en los que pretendemos crecer con cada respiro.

Después de ese pequeño torbellino de emociones me comencé a preguntar como me iba a sentir al sentir morir, si dolería, si finalmente la luz mortecina de color blanco humo se iba a atravesar frente a mis ojos presagiando el final o si iba a alcanzarme dormida. Desistí de la idea de seguir pensándolo. De alguna manera pararte a pensar en tu muerte te envejece en segundos y se interpone con demasiadas cosas útiles que podrías estar haciendo.

Desistí de la muerte pero no me rendí ante el intento de acabar con mi nostalgia. Cuando García Marquez describía a cabalidad su casa pude rescatar algo de mi cabeza: la mía, mi casa amada, mi templo de recuerdos. Tenía diez años cuando llegué. A mi mamá le había dado la locura de comprarla un día mientras caminaba por Santa Leonor, en chorrillos. Se enamoró a primera vista, como te enamoras de ese postre en la vitrina cuando mueres de hambre a las seis de la tarde.

 Llegué a mis diez años importándome poco de la vida, con casi ninguna pregunta que hacer y dispuesta a que ese espacio se convirtiera en mi amigo. Todo había cambiado demasiado, mis amigos de la casa antigua ya no estaban y por mi edad no me era permitido salir a hacer vida social a la calle. En carnavales pasaba mis vacaciones lanzándole globos de agua desde el balcón a los que, años después iban, a ser como mis hermanos. Me divertía diseñando ropa en el escritorio del primer piso y siempre le pedí a mi papá que me comprara una caja Faber Castell de 48 colores, pero luego desistí de la idea de ser diseñadora de modas para pasar a escribir hasta que mis dedos se pusieron morados.

Esas mil paredes fueron testigo de todo: De llantos incontenibles, de escenas de película de comedia romántica que eran dignas de un Oscar, de mentiras, de ricos postres, de eventos sobrenaturales. Vi duendes, fantasmas, e incluso recuerdo a mi mamá poniendo agua bendita en la escalera para protegernos de los espíritus chocarreros. Cuando tenía trece años era habitual escuchar los gemidos de la vecina al lado de mi cuarto y a esa edad, también, comencé a odiar el hecho de que se escuchara y viera todo lo que pasaba en mi edificio. Mi vista no era la mejor: podía ver el taller mecánico desde mi ventana y escuchar el motor de los carros y a los hombres trabajando las veinti cuatro horas. Vi las mejores lunas llenas y descubrí lo que era el amor y también el odio. Gané partidas de monopolio de fin de semana y recibí los mejores regalos. Esas paredes fueron testigo de mis primeras desveladas universitarias, las veces que dormí en el mueble con uniforme de colegio después de terminar de hacer tareas, las fiestas y las pijamadas con mis mejores amigas. 

Mi fiesta de dieciocho años fue todo un suceso. Me atrevería a decir que el saldo que dejó fue: 3 personas engañadas, 4 embarazos no reconocidos y múltiples vómitos aéreos. En realidad siempre he odiado hacer fiestas, levantarme temprano para limpiar el desastre y arreglar todo para complacer a los presentes. No fue un cumpleaños muy mío, en realidad fue de todos. Pero basta con decir que por ahí, salieron algunas sonrisas de verdad de mi boca. El lugar estaba lleno, tres pisos que juntaban a todos mis amigos, diferentes como ellos solos, para eso había un piso para cada uno.

El año pasado mi corazón se rompió cuando tomamos la decisión de abandonarla. Dejarla pelada como un plátano a punto de ser devorado, limpia y sola, triste. Nuestra siguiente parada sería Estados Unidos y los periódicos en el suelo de la escalera por donde mi perrita había aprendido a caminar y por la que subía mi mochila del colegio todos los días desde el 2005 me provocaban un llanto que iba a llenarla toda de agua. No podía creer que estábamos dejando todo atrás, que cada recuerdo no iba a ser más que un mudo aire evaporado en el memoria de todos los que lo vivimos, que cada alegría no iba a ser más que una ilusión, hoy prefabricada que se perdía atrás de alguna puerta. Iban a llegar otras personas a invadir mi terreno y a superponer sus felicidades y dramas existenciales y no iba a ser más yo, con mi manta de zebra, la que llorara sobre esa cama o la que leyera algún libro mirando a aquel contaminado pero amado cielo Chorrillano. Iban a ocupar mi posición, por unos dólares al mes...como si eso valiera toda la riqueza que esa casa guarda y que aún hoy estoy segura, conserva entre sus muros. 

Creo que todo ha empezado esta mañana. Y no, lamentablemente no ha parado. La extraño, como si quisiera echarme en su espalda y contarle que quisiera recordarla como el primer día. Que quisiera pisar su suelo y mancharlo, no importaba. Volver a saludar a mi vigilante con complejo de mayordomo cada mañana. Que quisiera volver a poner mi piscina portátil en verano, que quisiera volver a ser una niña y llegar a conocerla. Que quería querer, pero no podía. 









No hay comentarios: